viernes, 30 de septiembre de 2011

-Capítulo 2

Desde aquel momento ambas se habían unido más que nunca. No porque con su abuela, Amanda hablara de como se sentía o cosas parecidas, sino porque con Yala mostraba una chispa de vida, aunque eso no servía para levantarla de delante del alféizar de la ventana. Simplemente con su abuela Amanda no se sentía mal al derramar lágrimas, porque sentía que su abuela la comprendía, y así era, pero no del modo que la chica se imaginaba, pues Yanet mantenía las ganas de vivir, ella sabía que sería duro pero lo haría por su marido, Yala pensaba que a él no le gustaría verla deprimida, seguiría adelante por sus hijos, seguiría viviendo para ver como más tarde lo hacía Amanda.
           
            Amanda estaba pensando en todo lo que le había ocurrido después del verano, y no recordaba ni un solo buen momento desde la muerte de su abuelo, bueno y en cierto modo también su propia muerte. En ese instante entraron por la puerta su madre y Yala. Su madre llevaba en las manos una bandeja con un vaso de leche y unas galletas.

            -¿Y las pastillas? -le preguntó la anciana a su nuera después de una rápida ojeada a la bandeja en susurros lo suficientemente lejos de Amanda como para que ésta no la escuchara.

            -Hace una semana que se las disuelvo en la leche, no conseguía que se las tragara después de comer algo, porque es que no come nada -le contestó Sandra. Aunque comenzó hablando en susurros cada vez iba alzando el tono de voz, pero no se preocupaba ya que conocía suficiente el estado de su hija para saber que aunque gritara Amanda no le prestaría la más mínima de las atenciones-. Mira, cielo, quién ha venido -dijo ahora dirigiéndose a su hija.

            -Sí. Hola, abuela -contestó la chica que seguía en la vieja silla sentada con una manta azul de lana desgastada.

            Yala cogió una silla que había en un rincón de la habitación. Era una silla que antes se encontraba en el salón de la planta baja, reservada para las cenas familiares, pero a partir de la muerte de su marido, Yala, la subió a la habitación de su nieta para poder pasar más tiempo con ella.

            -Bueno, os voy a dejar solas para hablar. Cariño, desayuna un poquito -aunque se lo decía a su hija, la madre de Amanda no dejó de mirar a su suegra. Aunque parecía que la chica no hacía demasiado caso se dio cuenta de ese pequeño, pero simbólico, detalle.

            Ah, y que no se te olvide, Yala, de controlarme y procurar que coma algo, ¿cómo no? Pensó Amanda en su fuero interno.

            La madre salió sigilosamente dejando la bandeja sobre un baúl al pie de la cama. Al salir, la abuela observó a Amanda buscando algún rastro de su nieta y de la chiquilla que recordaba, pero, al no encontrarlo bajó la mirada al suelo. Amanda para intentar mejorar el ánimo de su abuela y se levantó -dejando la manta en la silla- y cogió dos de las galletas que le había subido su madre. Pero en vez de alegrarse Yala se aterrorizó al ver a su niña tan delgada, casi anoréxica, tanto que los pantalones que antes le quedaban ajustados ahora tenía que llevarlos con un cinturón lo más apretado posible. Espantada la anciana se llevó la mano para frotarse las sienes, y con un poco disimulo taparse los ojos para disimular la humedad repentina de sus entristecidos ojos. Pero aunque no disimulara Amanda no se daría cuenta de la reacción de su abuela -más bien agradecería aquella distracción- ya que la chica estaba muy ocupada tirando la leche que le iba a servir como desayuno a una planta que unos días antes le había pedido a su madre que le comprara. 

jueves, 29 de septiembre de 2011

-Capítulo 1

            Era una fría mañana de otoño, Amanda estaba sentada en una vieja silla de madera al lado de la ventana. Tenía la mirada perdida  a través de los cristales; lo miraba todo pero no veía nada.

            Este hecho se había convertido en algo normal formando parte de la rutina de la joven después de la muerte de su querido abuelo. Amanda había sufrido mucho después de que éste falleciera ya que lo apreciaba muchísimo. Ahora sus bellos ojos castaños se sumían en la oscuridad de la tristeza contenida, pero no siempre resultaba fácil encerrarse en el silencio y, de vez en cuando algunas lágrimas cristalinas corrían por sus mejillas.

            Después de ese trágico día de verano en el que su abuelo la dejó, Amanda no había vuelto a ser la chica alegre que era, no había cambiado, según ella había realizado un proceso de metamorfosis debido a una etapa nueva de madurez, como los gusanos de seda. Pero esa no era la respuesta que esperaban sus padres, ni sus demás familiares, ni siquiera los numerosos psicólogos a los que le habían obligado a ir sus padres. No, ella no se había transformado; en pocas palabras, ella había muerto. Había muerto con su abuelo y con todos los recuerdos que tenía con él. Había asesinado su futuro, todo lo que le rodeaba, hasta su propia vida. Su infancia, solo eran restos de su existencia. Porque había vivido, pero solo hasta ese momento en el que las palabras del pesamen llevaban a sus oídos ahogándole, como se ahoga un niño que no sabe nadar en el mar, esas palabras le asfixiaban como se asfixia un pez fuera del agua.

            Desde ese momento Amanda tenía vida, pero ella no estaba viva. Un muerto no puede resurgir de las tinieblas donde se posa su cadáver, un muerto no puede trepar desde el infierno donde se abrasa para vivir, y los familiares que lloran por el fallecido no pueden esperar que el cuerpo de éste que reposa sobre una silla de segunda mano vuelva a la vida. Porque simplemente ya no puede. Todo es más fácil si dejas que todo vuele como el movimiento de una pluma al caer. Todo es más sencillo si desapareces con el viento. Todo es mejor si dejas que tu luz se apague como una estrella, solo esperando sentado hasta que realmente se acabe la pesadilla de la que no puedes despertar.

            Los familiares de Amanda deseaban con todas sus fuerzas que volviera a ser la niña que recordaban, con hoyuelos y las mejillas rosadas. Pero cada día que pasaba la esperanza se iba desvaneciendo poco a poco, al igual que Amanda, la esperanza se consumía como un cigarrillo que no es de nadie.

            Pese a todo la abuela de Amanda, Yanet (aunque Amanda la llamaba Yala que es la combinación de Yanet y abuela), no perdía jamás la fe en su nieta, ya que conoció, por desgracia, el dolor de perder a un ser amado, pues el abuelo de la chica era el marido de Yala.